La vida no tiene cortes como las películas. Uno va por ahí improvisando o más o menos siguiendo el guion que cree que tiene sentido en determinadas situaciones o circunstancias. La cámara no cesa y uno tiene que seguir adelante pese a los momentos críticos.
De igual manera, la película de Sam Mendes, 1917, ganadora del Globo de Oro 2020, está hecha con esa técnica secuencial prolongada. La cámara no descansa, si acaso como lo hace uno al parpadear, y nos lleva en una travesía heroica al estilo grecolatino.
La trama del guión es, si se quiere, sencilla: dos jóvenes deben llevar un mensaje urgente a un coronel, lo cual salvaría la vida de miles de soldados británicos que planean enfrentarse al ejército alemán a finales de la Primera Guerra Mundial.
Aunque los dos héroes, interpretados por George MacKay y Dean-Charles Chapman, se nos presentan como los aparentes protagonistas, puesto que la cámara los sigue en todo momento, los enfoca como los elementos principales, al menos durante los primeros dos actos, la verdadera protagonista del filme es la guerra.
En ese sentido, la película resulta más abstracta de lo que aparenta, puesto que mientras Joker o Parásitos, que también compiten en por el Oscar, se enfocan en retratar un retrato íntimo de la condición del ser humano en el mundo contemporáneo y su degradación, 1917 es un recorrido por las venas de las trincheras que conforman el cuerpo de la guerra.
Por esta razón quizá se ha criticado los premios que ha ganado y algunas de las nominaciones con las que cuenta, puesto que para el espectador en general es más impactante y ofrece mayor empatía la gran batalla del día a día, esa que todos conocemos, esa en la que el sistema opresor es el enemigo. Quizás emocionalmente nos hemos distanciado de la idea bélica de un bando contra otro, en la que hay un héroe épico que llega a salvar a los demás de un destino fatal, y nos vemos más reflejados en una lucha cotidiana contra un enemigo invisible pero no menos agresivo, ante el que inevitablemente perdemos y generalmente terminamos convertidos en antihéroes, como es el caso de los protagonistas en Joker y Parásitos.
Según lo ha declarado su director, esta cinta está basada en los relatos que su abuelo le contaba acerca de aquellas fechas, y en su construcción es evidente la hechura sentimental en la esencia de los personajes principales, así como en la bellísima fotografía que se puede apreciar de ciudades rotas y en llamas, como perfectas metáforas de la violencia y de la reconstrucción que esta requiere en niveles no solamente materiales, sino anímicos a posteriori.
Pero sobre todo, la película es y será aplaudida y reconocida por su capacidad de mostrar un episodio bélico con un enfoque apegado a la realidad en el sentido de que no cesa, de que la tensión incrementa a cada paso y nunca se detiene. Uno va por los campos, por las carreteras, por el río, por entre el bosque y las ruinas a tientas, sin detenerse siquiera a respirar, con el tiempo encima. Es agotador.
Y eso justamente también permite que al llegar al desenlace se experimente el placer del descanso, no sin antes haber llegado a la cúspide del estrés por medio de los sentidos, puesto que visual, auditiva y táctilmente uno puede sentir cada segundo del quinto acto.
¿Hay algo que realmente se le pueda abuchear a esta película? No, si acaso los escasos dos minutos en los que aparece Benedict Cumberbatch, no porque sean de poca calidad, sino porque al ser anunciado como uno de los personajes principales desde los posters uno espera que él realmente nos acompañe durante los más de ciento veinte minutos que dura toda la hazaña.