La trastienda #11: Fentanilo: el silencio que huele a complicidad

Por: Cuauhtémoc Calderón

 

Mientras el país es distraído con reformas judiciales amañadas, giras triunfalistas y pactos electorales disfrazados de “unidad nacional”, un informe del Departamento del Tesoro de Estados Unidos acaba de encender las alarmas sobre un tema que muchos aquí prefieren no mirar: México se ha convertido en una pieza clave de la maquinaria internacional del tráfico de fentanilo y su correspondiente lavado de dinero.

El documento, emitido por la Red de Control de Delitos Financieros (FinCEN), no especula ni lanza sospechas al aire. Habla con datos: más de 1,400 millones de dólares en transacciones sospechosas han fluido entre Estados Unidos, México y China como parte de una estructura financiera diseñada para mover las ganancias del fentanilo. Lo que describe es una operación transnacional de alto nivel, sostenida por empresas fachada, intermediarios financieros, transferencias encubiertas y puntos estratégicos tanto en provincias chinas como en entidades mexicanas.

Y lo que hace más escandaloso este hallazgo no es solo la existencia de esa red. Es el silencio absoluto del gobierno mexicano. Ningún pronunciamiento oficial. Ninguna investigación anunciada. Ninguna reacción institucional. Solo omisión. Y la omisión, en estos casos, se parece demasiado a la complicidad.

 

Un gobierno que ha elegido mirar a otro lado

Desde hace años, la narrativa oficial repite que el problema del fentanilo “viene de afuera”. Que México solo es un país de tránsito, que aquí no se produce y que el gobierno está haciendo “todo lo posible” por contenerlo. Pero cuando las propias instituciones estadounidenses —no analistas de opinión ni activistas— documentan que México es un punto clave en el tráfico y el lavado de dinero del fentanilo, lo que queda claro es que el discurso oficial es insostenible.

No basta con acusar a los países consumidores. México tiene la responsabilidad, como nación soberana, de impedir que su territorio sea utilizado para enriquecer redes criminales globales.

 

¿Cuánto más se puede tolerar el encubrimiento político?

La pregunta que resuena en La Trastienda es inevitable: ¿cómo es posible que operaciones multimillonarias vinculadas al narcotráfico fluyan desde cuentas y estructuras mexicanas sin que nadie en el gobierno lo vea? ¿O sí lo ven y simplemente prefieren no actuar? Porque en México ya no es suficiente con hablar de “infiltración del crimen organizado”. La palabra justa empieza a ser coexistencia. Una coexistencia que parece tolerada, administrada y, en algunos casos, hasta pactada.

La relación entre política y crimen organizado ya no se limita a lo local ni a lo electoral. Se ha convertido en un problema de soberanía. Y si este gobierno no lo quiere reconocer, entonces lo que tenemos no es un Estado en crisis, sino un Estado que renunció a gobernar ciertos territorios, ciertas instituciones y ciertos flujos financieros.

 

El narcoestado se huele

México no necesita enemigos externos. El enemigo está adentro, incrustado en las estructuras financieras, políticas y administrativas del país. Y mientras desde fuera se hacen investigaciones serias sobre la magnitud de la crisis, aquí nos seguimos entreteniendo con discursos nacionalistas, movilizaciones populacheras y reformas hechas para el aplauso, no para resolver problemas.

Porque lo verdaderamente alarmante no es lo que diga el Departamento del Tesoro de EE. UU. Es lo que no se dice desde Palacio Nacional.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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