Por Renata Ávila
Hay imágenes que se quedan en el pecho. No por el morbo, sino por la crudeza de lo que revelan. Hace apenas unas semanas, un hombre en una comunidad del municipio de Zacatecas anunció en redes sociales que mataría a su esposa y luego se quitaría la vida. Lo hizo. La noticia se distribuyó entre titulares, menciones breves y luego fue olvidada. Pero en ese acto desesperado había más que violencia: había dolor no atendido, desamparo emocional, silencio institucional… y, muy posiblemente, trastornos psicológicos o psiquiátricos nunca diagnosticados ni tratados, que se agravaron en la soledad. Y en ese abandono —individual y colectivo— hay también una responsabilidad del Estado.
No fue un caso aislado. Al corte de julio de 2025, Zacatecas ya sumaba casi cien suicidios, y para 2023 se reportó una tasa de 7.1 por cada 100 000 habitantes, por encima del promedio nacional. No son “decisiones individuales”: expresan un entorno que normaliza el abandono emocional, la precariedad afectiva y el silencio institucional. Nuestra gente está fracturada emocionalmente y el Estado aún no responde con urgencia ni conciencia.
Desde 2018, Zacatecas tiene una Ley de Salud Mental. El problema es que lleva siete años sin reglamentarse. Desde el Congreso, he impulsado exhortos formales dirigidos a la Coordinación General Jurídica, cuya responsabilidad es elaborar el reglamento correspondiente, y también al Poder Ejecutivo en su conjunto, que debe implementar la ley, asignar recursos suficientes y garantizar su operación efectiva. He insistido en que cada ejercicio fiscal contemple una partida presupuestal clara y suficiente para atender este tema. A pesar de ello, los avances han sido mínimos y los silencios institucionales siguen costando vidas. Desde la Comisión de Salud, de la cual formo parte, hemos sostenido múltiples reuniones con especialistas, académicos y organizaciones civiles para impulsar una nueva ley más integral, más operativa y más acorde a la realidad que vivimos hoy en Zacatecas, pues la actual ha sido superada por las circunstancias. Una ley que no solo reactive los mecanismos institucionales, sino que priorice la prevención, el enfoque comunitario y la intervención temprana, especialmente en zonas rurales donde la ausencia del Estado se siente con mayor crudeza.
La mayoría de las escuelas públicas no cuenta con psicólogos de planta ni programas robustos de educación socioemocional. En muchos espacios, acudir con un psicólogo sigue asociándose a debilidad; a un psiquiatra, ni hablar. Ese estigma también mata. Crecemos obrando emociones sin herramientas, sobrellevar sin acompañamiento, callar sin contención. Un ejemplo reciente que me conmovió profundamente fue el de El Abelito, zacatecano de pequeña estatura que hoy participa en un reality televisivo nacional. A Abelito lo conocí durante mis estudios de maestría en la Unidad Académica de Economía. Su historia es una lección de resiliencia, pero también un llamado urgente a trabajar desde las aulas el desarrollo de la inteligencia emocional. ¿Cuántos más, sin redes de contención, terminan atrapados en el sufrimiento silencioso?
Personalmente, he atravesado episodios de ansiedad y estrés. Sé lo que significa continuar como si nada pasara, con la mente al límite. Por eso no hablo desde fuera: hablo desde lo que he vivido y desde lo que he acompañado en cercanía. He conocido personas que aprendieron resiliencia fuera de las instituciones, porque en las instituciones no aprendemos a llorar ni a pedir ayuda.
La salud mental no es neutral. La desigualdad económica, el racismo estructural, la discriminación a personas con discapacidad y la precariedad laboral no solo desgastan los cuerpos: nos enferman emocionalmente. No es lo mismo nacer en una familia blanca y privilegiada que crecer en una comunidad indígena sin acceso a servicios de salud, o ser una mujer joven sin redes de apoyo, o una persona trans discriminada desde la infancia. Como decía Marx: “No es la conciencia la que determina el ser social, sino el ser social el que determina la conciencia” (Contribución a la crítica de la economía política, 1859). Ese contexto es el que hoy modela el sufrimiento colectivo en Zacatecas.
Aunque contamos con un Hospital de Especialidades en Salud Mental en Calera, su modelo es hospitalario, no preventivo ni comunitario. No hay redes territoriales, ni brigadas, ni centros de escucha. La cobertura estatal es desigual, fragmentada y sin articulación interinstitucional. La atención está centralizada, saturada y desprovista de un enfoque comunitario que pueda llegar a los barrios, las rancherías y los hogares. Y la evidencia es alarmante: más del 80 % de quienes tienen algún trastorno no reciben atención adecuada, incluso en Zacatecas.
A nivel nacional, solo el 1.3 % del presupuesto de salud fue destinado a salud mental en 2023, según estimaciones del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP). Muy lejos del mínimo de 5 % recomendado por la Organización Mundial de la Salud. Países como Noruega, Francia o Australia destinan entre el 7 % y el 12 %, y sus modelos son preventivos, comunitarios y educativos, no solo hospitalarios.
Es imprescindible reglamentar y activar ya la Ley de Salud Mental en Zacatecas, dotándola de presupuesto, estructura, personal capacitado, territorialidad y enfoque interseccional. Deben estar presentes psicólogos de planta en escuelas y centros de salud; debe incluirse una asignatura de educación emocional desde la infancia; deben establecerse campañas públicas para desestigmatizar; y debe implementarse un sistema de vigilancia estatal de salud mental para diseñar políticas a partir de evidencia. Estos planteamientos han surgido no solo desde el análisis legislativo, sino de diálogos sostenidos con especialistas, personal médico, académicos y organizaciones civiles que llevan años levantando la voz ante el abandono institucional.
No basta con buenas leyes en el papel. Las leyes deben vivirse y transformarse en responsabilidad colectiva. Cada nivel de gobierno y poder público debe asumir su parte: legislar con empatía, presupuestar con justicia y gobernar con conciencia.
La tristeza también es política. Cuando el Estado mira hacia otro lado ante el sufrimiento de su pueblo, se convierte en corresponsable del daño. Pero también tenemos la capacidad de transformar ese dolor en compromiso colectivo y de hacer que cuidar la salud mental sea un derecho real. Zacatecas merece ser un estado donde hablar de lo que sentimos no sea una amenaza, sino un derecho; donde la salud emocional no sea una excepción, sino una política de Estado.