Este lunes quedó instalada la Comisión Presidencial para la Reforma Electoral, presidida por Pablo Gómez, un reconocido luchador de la izquierda. Fue en dos ocasiones diputado federal plurinominal: la primera, en 1979, como uno de los primeros 100 legisladores electos bajo esta figura, resultado de la reforma electoral de 1977, representando al Partido Comunista Mexicano; y la segunda, en 1988, como integrante del Partido Mexicano Socialista, una fuerza minoritaria que posteriormente desapareció.
Más tarde, Pablo Gómez se unió al hoy extinto PRD y, desde esa plataforma, fue diputado federal por mayoría en 1997 y 2003. Su trayectoria legislativa lo llevó a presidir la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados y a participar en la construcción de consensos que hicieron posibles reformas electorales para garantizar que las minorías tuvieran voz y voto.
Paradójicamente, en el siglo XXI la reforma electoral no está surgiendo de las minorías ni de la oposición, sino del oficialismo y, en particular, del Poder Ejecutivo. Desde 1977, las modificaciones en esta materia habían sido fruto del diálogo entre el partido gobernante y las oposiciones, con el objetivo de fortalecer la democracia, reconocer la pluralidad ideológica y asegurar que los procesos electorales permanecieran ajenos a la injerencia directa del poder político.
No fue casualidad. Fue el resultado de décadas de lucha de la izquierda —la misma que hoy gobierna— para consolidar una democracia en la que cualquier cambio social o político solo fuese legítimo si incluía a todas y todos.
Sin embargo, la Cuarta Transformación parece olvidar esa historia. Hoy propone una Comisión Presidencial que, en lugar de propiciar un diálogo amplio con todas las fuerzas políticas, recurre nuevamente al mecanismo de encuestas para que “el pueblo defina” cómo debe ser el nuevo sistema electoral.
Estas prácticas despiertan sospechas legítimas. La reforma judicial reciente es un ejemplo: se presentó como un mandato popular, pero en los hechos la participación ciudadana durante el proceso electoral fue pírrica y la mayoría desconocía sus verdaderos alcances.
MORENA ha marginado a los grupos parlamentarios ajenos a su “movimiento transformador”, ignorando que también representamos a millones de ciudadanos. Excluirnos de la discusión de temas cruciales para el país es, en los hechos, excluir a una parte significativa de la población.
Preocupa que esta Comisión Presidencial pretenda sustituir al Congreso de la Unión en la deliberación y construcción de la reforma, reduciendo al Legislativo a un papel de simple ratificador. La esencia parlamentaria, basada en el diálogo y el consenso, se ha extinguido con MORENA.
Incluso, figuras destacadas del propio oficialismo han reconocido que no existe una urgencia real para modificar el sistema electoral. Aun así, la propuesta actual amenaza con debilitar gravemente nuestra democracia: plantea la desaparición del INE tal como lo conocemos, la eliminación de las OPLES, la supresión de la representación plurinominal, la extinción de partidos minoritarios y, peor aún, el cierre a la creación de nuevas fuerzas políticas al eliminarse el financiamiento público.
En una nación que ha luchado por la pluralidad, imponer una reforma electoral sin diálogo ni inclusión es retroceder en nuestra historia democrática y amenaza al pensamiento que no coincida con la mayoría.