Sobre la pluma: Renata Ávila es economista, periodista y diputada local por el PT
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Entre el rito y la resistencia, el Día de Muertos es una lección colectiva sobre cómo transformar la pérdida en pertenencia.
Este 2 de noviembre de 2025, México vuelve a vestirse de flores y recuerdos. En un país marcado por la violencia y el duelo, el Día de Muertos llega como un respiro de identidad colectiva. Desde los altares domésticos hasta los desfiles urbanos inspirados en el cine, la celebración demuestra que, pese a los tiempos, los mexicanos seguimos encontrando en el rito una forma de afirmarnos vivos.
Las calles se cubren de papel picado, los mercados rebosan de cempasúchil y los hogares se transforman en pequeños templos de memoria. En escuelas, plazas y panteones, los altares emergen como territorios donde la vida y la muerte dialogan. Más que una costumbre, el Día de Muertos es una afirmación de comunidad: un recordatorio de que la muerte no nos separa, sino que nos reagrupa.
El antropólogo Émile Durkheim (1912/2008) señaló que el rito es la manifestación más visible de la cohesión social: cuando una comunidad se reúne para celebrar o llorar, reafirma su existencia. Cada vela encendida, cada fotografía colocada con ternura, reconstruye la red de vínculos que la modernidad ha intentado disolver. Por eso el Día de Muertos no se reduce al colorido ni al folclor; es una pedagogía silenciosa de pertenencia, un lenguaje simbólico donde conviven la memoria y la esperanza.
Desde la mirada de Victor Turner (1969), los ritos son espacios liminales, umbrales donde las contradicciones humanas se reconcilian. En esa frontera difusa entre vida y muerte, tristeza y alegría, la comunidad mexicana encuentra un modo de volver a sentirse una sola. La fiesta, en este sentido, no es evasión, sino resistencia cultural: un reencuentro con lo sagrado en medio de lo cotidiano.
El Día de Muertos revela también la capacidad mexicana para transformar la pérdida en arte. Octavio Paz (1950/2004) escribió que nuestras fiestas son una ruptura del orden cotidiano, una reconciliación con la muerte y, al mismo tiempo, con la vida. En efecto, frente al silencio que la muerte impone, respondemos con música, comida, flores y risas. Esa aparente frivolidad encierra una sabiduría profunda: celebrar es aceptar la fragilidad y, a la vez, trascenderla.
Sin embargo, la modernidad ha introducido tensiones inevitables. La mercantilización de los símbolos, el turismo cultural y las redes sociales corren el riesgo de convertir el rito en espectáculo. Hoy, muchos altares se montan para ser fotografiados más que para dialogar con los ausentes. Es el signo de un tiempo en el que incluso la muerte se vuelve contenido visual. Pero, como advierte Néstor García Canclini (1990), la cultura mexicana sobrevive precisamente por su capacidad de hibridar: lo indígena, lo religioso, lo popular y lo mediático conviven en un mismo altar. La tradición no desaparece, se reinventa.
Las nuevas generaciones reinterpretan este rito desde sus propias herramientas. Existen altares digitales, fotografías compartidas, homenajes virtuales. Y aunque algunos lo vean como banalización, es también una forma de comunión. La comunidad, incluso en la red, sigue buscando un modo de decir: no te hemos olvidado. En ese gesto, la tecnología no destruye el sentido del ritual, sino que lo expande hacia otros territorios simbólicos.
Desde mi mirada, el Día de Muertos es también un espejo moral: nos recuerda que la vida comunitaria se sostiene no por la eficiencia ni por la productividad, sino por la ternura y el recuerdo compartido. En un país donde las ausencias se han vuelto multitud, el altar es un acto político de memoria. Roger Bartra (1987) lo describió como parte del “esqueleto simbólico” del mexicano: un modo de reconocerse en la paradoja de amar lo que ha desaparecido. Carlos Monsiváis (2000) añadió que la cultura popular mexicana tiene la capacidad de convertir la tragedia en celebración colectiva.
Por eso, frente a la violencia que ha arrebatado tantas vidas, los altares se llenan también de nombres de víctimas y desaparecidos. Nombrarlos, encenderles una vela, es una forma de exigir que nadie más desaparezca del relato común. El rito se convierte así en resistencia: memoria encendida frente a la desmemoria institucional.
El Día de Muertos no sobrevive por decreto ni por patrimonialización; pervive porque en él la comunidad se reencuentra, se reconoce y se reconstruye. En cada altar se condensa una sociología de la ternura: un ejercicio colectivo de recordar para no fragmentarse. Quizá esa sea la verdadera esencia del rito: recordarnos que solo en comunidad podemos vencer al olvido.
“El culto a los muertos es el culto a la vida”, escribió Paz. Quizá por eso seguimos llenando de flores el camino de regreso: porque mientras alguien nos recuerde, seguimos vivos.
Referencias
-Bartra, R. (1987). La jaula de la melancolía: Identidad y metamorfosis del mexicano. Grijalbo.
-Durkheim, É. (2008). Las formas elementales de la vida religiosa (J. M. García Blanco, Trad.). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1912).
-García Canclini, N. (1990). Culturas híbridas: Estrategias para entrar y salir de la modernidad. Grijalbo.
-Monsiváis, C. (2000). Aires de familia: Cultura y sociedad en América Latina. Anagrama.
-Paz, O. (2004). El laberinto de la soledad. Fondo de Cultura Económica. (Obra original publicada en 1950).
-Turner, V. (1969). The Ritual Process: Structure and Anti-Structure. Aldine Publishing.