CULTURARTE/ La desespiritualización cultural de Zacatecas  

Sobre la pluma: Gabriel Rodríguez Piña es periodista originario de la Ciudad de México.

El filósofo romano Lucrecio explicó en sus tratados que el alma es el equivalente a la parte corporal de los seres humanos que constituye el todo del organismo, por medio de la cual las personas se mueven e interrelacionan con lo que las rodea; mientras que el espíritu es aquello que constituye la mente de todas esas personas.

Palabras más, palabras menos, Zacatecas —guardadas todas las distancias comparativas— sería, en lo que se refiere a su alma, la infraestructura urbana de la ciudad, derivada de su patrimonio histórico, cultural y arquitectónico en la totalidad de su entorno. Mientras que, espiritualmente hablando, esta estaría conformada por las ideas, los pensamientos y el conjunto del orden creativo que genera la sociedad.

Hablábamos la vez pasada de cómo ese entorno urbano capitalino, al igual que muchos otros puntos de la geografía estatal, se ha ido degradando, descomponiendo, transformando y desregulando ante las miradas atónitas, indiferentes e incluso alcahuetas de autoridades y vecinos, sin que uno solo de ellos se permita protestar por tales atrocidades.

Hace 20 años, Zacatecas capital se regía celosamente por una serie de reglas que conformaban una idiosincrasia particular de esta zona: la creencia de que nada ni nadie podían alterar el entorno, porque así les había sido heredado por sus ancestros.

Nada de eso existe ya. Hoy todo está permitido, y los maltratos, las transformaciones vulgares y los usufructos comerciales durante las épocas de festival —cuando no los antros donde se escandaliza y se obtienen beneficios materiales— están a la orden del día, sin que haya un solo mecanismo regulador por parte de las autoridades.

Al respecto, habría que añadir que la Junta Local de Monumentos Coloniales ha sido profundamente permisiva, lo mismo que el INAH, ante todo tipo de maltratos urbanos que formarían parte de una amplia lista que no alcanzaría a enumerarse aquí.

Entre ellos, los más visibles son: desprendimientos no sustituidos de columnas, pisos y fachadas de cantera; maltratos constantes durante marchas públicas con pintas de tintes corrosivos; sobreimposición de burdas fotografías sobre materiales originales; devastación constante de los adoquinados en sus suelos, entre muchos otros.

No se trata de purismo ni de conservar intacta la estructura y la fisonomía “original” de la ciudad, sino de al menos tener un poco de vergüenza —entre vecinos y autoridades— para ya no seguir dañándola.

No debemos pasar por alto que, en la misma medida, la realización de festivales “culturales” masivos en las plazas de Armas y Miguel Auza ha contribuido a devastar el espacio de convivencia de miles de familias, para convertirlo en uno donde se rinde culto al gobernador y al alcalde en turno, favoreciendo a un reducido grupo de políticos que enajenan de manera eventual y lucrativa ese tipo de espacios.

No olvidemos que, alrededor del año 2015, el exgobernador Miguel Alonso ordenó ampliar el espacio físico de la plancha de Plaza de Armas para que los festivales de Primavera y Teatro de Calle pudieran albergar a un mayor número de visitantes (de 8 mil a 11 mil). Hoy, esas superficies son el adorno de sus clanes políticos, y los zacatecanos han sido violentamente vejados, como ocurrió el pasado 8 de marzo de 2024, cuando antes eran áreas en las que las familias paseaban.

Todo eso ha quedado borrado de un plumazo, en el afán de transformar a Zacatecas en una ciudad de la que se pueden obtener recursos durante ciertas temporadas, de los cuales, por cierto, no se generan beneficios para los grupos de dulceros y artesanos mediante la venta de sus productos tradicionales. Si se tratara de defender ese tipo de comercio, sería otra historia; pero en este sentido, se beneficia a una empresa cervecera en particular.

Cualquiera puede maltratar esta ciudad, ensuciarla, degradarla, y no va a pasar nada al respecto.

Pero lo mismo —o casi— sucede respecto de lo que las autoridades y vecinos entienden por arte y cultura, donde el estado se ha quedado a la zaga, incluso cuando muchos de sus hijos dilectos —López Velarde, los hermanos Coronel, Manuel Felguérez, Francisco Goitia, Julio Ruelas y muchos otros, vivos y muertos— elevaron al mayor sitial del planeta la esencia de “haber sido zacatecanos abiertos al mundo”.

Pero ya les platicaré en la próxima entrega cómo hasta esa identidad nos ha sido secuestrada por la criminalidad oficial y organizada.

Y eso es verdaderamente grave en una tierra que antaño se jactaba de ser el primer estado lector a nivel nacional, y hoy podría estar entre los últimos, entre otros temas.

Antes de concluir, ejemplifico: de la universidad egresan cada año decenas de filarmónicos que no tienen orquesta donde tocar, en un estado en el que cualquier hijo de vecino gira órdenes sin saber leer ni escribir.

¡Pobre Zacatecas, qué tristeza me (nos) das!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *