«Cuestionar al ‘Chavo’ no es ofender gratuitamente a las personas que lo miran. Es interrogar aquello que individual y socialmente se promueve con el espectáculo de la miseria…»1
Añado el epígrafe para que no se me malentienda: criticar a Roberto Gómez Bolaños Chespirito no es criticar a su público. Casi todo mundo veía su programa: yo lo veía cuando era niña, no porque fuera un genio, sino porque hacía reír. Y porque no había otra cosa que ver en la televisión. En Zacatecas sólo teníamos dos canales y cuando en el canal 5 empezaban las series gringas de balazos no había de otra que cambiarle a la barra de comedias del canal 2, con su criada Inocencia, su carabina de Ambrosio y su Chavo del ocho.
Chespirito no era un guionista genial: era un escritor constante y tenía el oficio que da la presión de la emisión semanal; pero sus recursos eran repetitivos, masticados hasta el cansancio. Plagiaba escenas completas de cintas Chaplin y de Laurel y Hardy, sin pagar derechos, claro. Cuando, oh ironía, llegó a la cumbre de su fama mediática se ensañó con sus colaboradores acusándolos de no pagarle derechos por el uso de sus personajes.
Su megalomanía era inversamente proporcional a su estatura: se jactaba de ser culto y de tener un uso impecable del lenguaje; sin embargo cómo escritor y comunicador tenía esa elemental obligación ¿no? En una entrevista tuvo la osadía de afirmar que él era mejor escritor y director que Woody Allen2 (Insertar risas grabadas).
Chespirito no era un actor genial. Esforzado, tal vez, pero no genial; cualquiera de los miembros de su elenco lo superaba fácilmente. Lo que hizo verdaderamente atractivo su programa fue ese grupo de actores maravillosos como Ramón Valdés, Carlos Villagrán y Angelines Fernández, que les dieron vida a los personajes creados por Gómez Bolaños. Personajes, eso sí, muy sólidos: bien delineados en sus motivaciones, en su carácter y en sus gestos. A mi juicio, ese era el verdadero talento de Chespirito: catalizar en personajes muy llamativos los rasgos culturales del pueblo mexicano.
Pero el personaje es un hijo del guionista y del actor que le da cuerpo, de modo que cuando a Chespirito se le murieron y lo abandonaron sus mejores actores (y cuando era ya él muy viejo para seguir representando a un niño o a un chapulín justiciero), tuvo que cambiar el giro de sus programas. Sus nuevas historias se construyeron en torno a una anécdota tristísima: dos ladrones redimidos que trabajan en un hotel decadente, habitado por policías y prostitutas.
Sus programas simplones, aplaudidos por muchos, también tienen detractores. La mayoría de sus críticos señala que su comedia, nutrida por comentarios ofensivos sobre los pobres, los ancianos y los gordos, era violenta y misógina. En este punto prefiero evitar una opinión que me caiga como pastelazo en la cara, porque considero que la comedia tiene permiso de ser ofensiva, tonta y cruel. (Yo tengo un sentido del humor muy retorcido que es un maravilloso escape de los horrores de la realidad). El problema es que emplear este tipo de humor cruel en un programa para niños, cuyo criterio para discernir lo que es aceptable socialmente es más limitado. Chespirito dijo muchas veces que su programa no era para niños, pero era perfectamente consciente de que los niños lo veían ¿por qué no pensó en una serie dirigida a niños, con el mismo humor, pero con otro tratamiento? Ah, claro, sí lo hizo, pero tardíamente, con “El Chavo animado”.
Insisto: este comentario no es un ataque al público, a los que crecimos viendo el programa y a los niños que lo ven. Es una crítica desde una perspectiva muy técnica; de la que carecía de niña y ahora uso para darle otro enfoque a lo que vi y para cuidar lo que ahora hago, que es producir programas para niños. Pero, sobre todo, es importante para ayudarles a mis hijos a pensar en lo que ven en los medios.
Mis hijos tienen ahora opciones que yo no tuve y aprenden de la tele cosas maravillosas. Cuando analizo la producción de programas como “Beakman”, “31 minutos” o “El sorprendente mundo de Gumball”, y encuentro guiones bien hechos, mucho ingenio, buenas intenciones y pericia técnica.
Mis hijos también ven “El Chavo animado” y también se ríen. Cuando me escuchan criticar las situaciones y el contenido de ese programa me ven con cara de: «Mamá, no seas amargada: ¡disfrútalo!».
Y lo disfruto, abrazando a mi niña interna. Pero mi productora amargada interna no deja de señalar que Chespirito no era bueno. No, no era.
(1) Fernando Buen Abad Domínguez, “Para leer al Chavo del Ocho” http://www.rebelion.org/hemeroteca/cultura/040316fb.htm
(2) Alejandro César, “Chula charla con Chespirito”. La Mosca en la pared. 1998.