Las encuestadoras ya anunciaban el contundente triunfo de López Obrador en la elección. En el aire se respiraba el triunfo (que muchos habían previsto desde hace tiempo atrás) y la votación en las urnas ya solo parecía mero trámite para ratificar el triunfo de López Obrador. Las encuestadoras no se equivocaron y previeron bien un triunfo que le dio a López Obrador una mayoría absoluta en las cámaras.
El ambiente era de júbilo, la gente brincaba de alegría: “por fín lo dejaron ganar” dijeron algunas personas. El INE, esa institución al que el senador Martí Batres llama “de oposición”, validó el contundente triunfo que les dejó gobernar al gusto casi sin depender de los partidos de oposición que juntos siguen siendo minoría. ¡México va a cambiar! Incluso algunos de quienes no votaron por él guardaban silenciosamente algo de expectativa: al cabo era un cambio que contrastaba frente al régimen de corrupción de Peña Nieto.
Ese día, la gente votó por López Obrador por diversas razones: algunos creían fervientemente en él, otros le dieron una suerte de voto útil: el voto contra el PRI, pero AMLO logró atraer todos los votos gracias a su retórica de combate a la corrupción y a su figura de outsider (aunque en realidad siempre ha sido un político de carrera). A dos años, podemos decir que simplemente AMLO los traicionó.
López Obrador ya había dado algunos visos de lo que hoy podemos constatar: en campaña tuvo la ocurrencia de proponer cancelar el aeropuerto de Texcoco para construir Santa Lucía en su lugar. Muchos llegamos a pensar que no se iba a atrever a hacer eso, pero la mera sugerencia ya avisaba que la técnica y la sensatez iba a estar supeditada al simbolismo y a la narrativa. De igual forma, AMLO dio fuertes avisos de que era una figura eminentemente conservadora, cosa que muchos progresistas pasaron por alto: su alianza con el PES, su retórica moralina cuasireligiosa que en el cargo se tradujo a una grosera displicencia hacia la violencia contra la mujer.
A dos años, el panorama para el país (y, por lo tanto, para el legado de López Obrador) luce muy sombrío. Ello se refleja en las encuestas donde ha perdido mucha popularidad; se refleja en la desconfianza de los inversionistas; se refleja en una crisis de inseguridad que si bien heredó no parece haber hecho nada tangible por resolver; en un país lacerado económicamente no solo por la pandemia sino por las erróneas decisiones en materia económica; en escándalos de corrupción en los que algunos funcionarios de su gobierno están involucrados y en decisiones erráticas referentes al combate a la pandemia motivadas ya no por cuestiones ideológicas sino por caprichos personales.
López Obrador y los suyos celebran el segundo aniversario de su triunfo básicamente porque no tienen otra cosa que celebrar, así como cuando un pobre hombre recuerda con nostalgia en su monótona y triste adultez los hermosos momentos de su infancia para no venirse abajo y sentir que su vida tiene algo de sentido. Mientras tanto, los opositores han tomado una postura inversa, el dolor y la frustración también está en el presente, pero su sentimiento de esperanza no está en el pasado, sino en un futuro al que, consideran, le falta mucho en llegar. No conciben cuatro años más bajo la misma tesitura de los primeros dos.