Por: Claudia Anaya Mota
La tarde del 15 de marzo, cientos de personas se congregaron en diversas plazas públicas del país. Zacatecas no fue la excepción. En la capital, así como en Jerez y Fresnillo —los municipios con mayor incidencia de desapariciones—, se llevaron a cabo vigilias en memoria de los miles de desaparecidos. Lamentablemente, este fenómeno se repite una y otra vez, tal como han denunciado los colectivos de madres buscadoras.
Al cierre del año pasado, se estimó que en Zacatecas había cerca de 4,000 personas desaparecidas. Sin embargo, expertos en la materia advierten sobre un subregistro, pues, ante la impunidad y la violencia, muchas familias optan por no denunciar. Lo alarmante es que el estado encabeza la tasa nacional de desapariciones, con 40 personas no localizadas por cada 100,000 habitantes, lo que nos convierte en la entidad con mayor riesgo de ser víctima de este delito. Los hombres jóvenes, de entre 15 y 39 años, representaron el 65% de las víctimas, y llama la atención que la mitad de las desapariciones ocurrieron en los últimos tres años.
Los hallazgos de fosas clandestinas con cuerpos calcinados, mochilas, ropa, calzado y montones de ceniza acaparan por un momento la atención nacional. Sin embargo, con el paso del tiempo, las carpetas de investigación se diluyen en el olvido y sus resultados permanecen desconocidos.
Teuchitlán ha dado la vuelta al mundo, recordándonos los campos de exterminio nazi, un hecho inconcebible en un país que no se encuentra en guerra. Este lugar es el reflejo del crecimiento del crimen organizado, que ha multiplicado sus ganancias mediante el reclutamiento forzado, aprovechando la ineficacia de las autoridades para investigar y hacer justicia.
Los sobrevivientes de este horror han relatado cómo son engañados con falsas ofertas de trabajo en otros estados; una vez lejos de casa, los incomunican y los trasladan a campos donde son sometidos a entrenamientos forzados o trabajos esclavizantes. Cuando dejan de ser útiles para los propósitos criminales, los asesinan y desaparecen.
Las instituciones han fallado. Han desatendido su obligación de apoyar y buscar a las personas desaparecidas, a pesar de contar con presupuesto público no solo para atender a las víctimas, sino también para protegerlas y perseguir a los responsables. En su lugar, han dejado las tareas de búsqueda en manos de colectivos formados por padres, madres y familiares, quienes, con sus propios medios, intentan desesperadamente hallar a sus seres queridos. En el mejor de los casos, los encuentran, pero sin vida.
La titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos ha traicionado a las víctimas y a la lucha histórica de su propia madre, doña Rosario Ibarra de Piedra. La institución que debería respaldar y salvaguardar los derechos de las víctimas ha guardado un lamentable silencio cómplice, validando así la indolencia y la ineficacia institucional que revictimiza a las familias día tras día. No es la primera vez. Durante su primer periodo al frente del organismo actuó con la misma indiferencia, y hoy repite su omisión, convirtiéndose en cómplice de un gobierno que se autoproclama “humanista”.