Aunque voceros de gobierno e incluso el propio mandatario estatal insisten en que en Zacatecas no hay un problema de seguridad, sino una percepción equívoca debido a la violencia que se genera como producto de un enfrentamiento entre células delictivas, es necesario hablar al respecto ahora que es público el desmantelamiento de una red de taxistas secuestradores y de que matan a gente a plena luz del día en calles muy transitadas.
Básicamente, las acepciones de “seguridad pública” coinciden en que se trata de una “situación de tranquilidad pública y de libre ejercicio de los derechos individuales, cuya protección efectiva se encomienda las fuerzas de orden público”, mientras que las de “violencia” refieren a que es una “acción que se hace contra el natural modo de proceder”. En este sentido, el contexto de los zacatecanos no encuadra dentro de la seguridad pública y sí en lo que refiere a la violencia. Ambos conceptos se encuentran conectados.
Si bien es cierto que la estrategia de seguridad estatal es perceptible, dado que consiste en mantener a los policías en las calles, vigilando y castigando a cuanto delicuentillo encuentran, también es cierto que es un plan pueril y sin mayor resultado que el de intentar mostrar que hay quien se encarga de hacer justicia.
No obstante, ¿quiénes se sienten seguros cuando ven a los judiciales custodiando las calles?, ¿quién está a salvo cuando ve que sobre su hogar ronda un helicóptero?, ¿quién realmente cree que con más elementos uniformados se acaban los homicidios dolosos que ocurren diario?
Hace algunas décadas, con la falta de trabajo que persistía en Zacatecas, este estado se convirtió en uno de los que tienen mayores cifras de personas que migraron hacia Estados Unidos, sin embargo, dado que la seguridad fronteriza y el repudio hacia los migrantes se ha recrudecido, los pobladores han recurrido a otras formas de ganarse una vida digna: el crimen organizado, del cual se sabe que sus cinco principales actividades son el narcotráfico, la falsificación (piratería), el tráfico humano, el tráfico ilegal de petróleo y el tráfico de vida salvaje.
Por tal razón resulta interesante la frase del presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, “el pueblo bueno”, que tan criticada ha sido por su oposición, puesto que en esta sentencia, en su sentido más humanista, se indica que no es que la gente en sí busque el mal del prójimo, ni que conlleve en sí el ansia de lastimar a la otredad, sino que hay causas que lo orillan a efectuar determinados crímenes.
Por ejemplo, los taxistas zacatecanos que fueron aprehendidos porque se comprobó que operaban una red de secuestro en la entidad, entre otros muchos casos similares, no nacieron con un espíritu diferente al de cualquier otro ser humano en el que se imposible desarrollar la empatía por los demás. Con lo que sí nacieron fue con la imposibilidad de la movilidad social, es decir, sus posibilidades de dejar de ser taxistas para dedicarse a un oficio de mayor remuneración económica son prácticamente nulas, a menos que su iniciativa o su desesperación los lleve a buscar opciones, puesto que, aunque no sean éticamente correctas, sí lo son inmediatas.
Para el sector de la sociedad que tiene un trabajo más o menos estable, con ciertas prestaciones, que cuentan con historial crediticio, dedicarse al crimen organizado es lo peor que puede hacer un ser humano en México, sin embargo, el optar por estas actividades es también una consecuencia de la violencia social en la que vivimos, puesto que, retomando su definición, si la violencia es el proceder en contra del orden natural de las cosas, habría que cuestionar por qué no es natural que todos vivamos en las mismas condiciones económicas, por qué unos tienen mayores privilegios que otros, por qué tendría que morir alguien que por una enfermedad o por falta de trabajo.
En este sentido, habría que apuntar al margen de las declaraciones gubernamentales estatales que para que la percepción de seguridad en Zacatecas sea favorable, habría que buscar solucionar la violencia no solamente generada por actos delictivos, sino por las condiciones sociales que el Estado mismo fomenta y que, lejos de buscarles solución, perpetúa constantemente.