La noche del pasado domingo, un supuesto coche bomba estalló frente al bar Terraza Condesa, en pleno corazón de la capital zacatecana. Los rumores señalan que no fue un accidente y acorde con un video que se difundió a través de redes sociales, se trató de un hombre solitario que arrojó un bidón de gasolina a un auto para luego encenderlo, afectando a otros dos automóviles y una motocicleta.
Las primeras imágenes revelaron una escena devastadora: la planta baja del inmueble quedó completamente destruida. No hubo amenaza previa o advertencia conocida hacia el dueño del bar. Afortunadamente, en declaraciones preliminares, los trabajadores del lugar aseguraron que no hubo víctimas mortales porque actuaron conforme a protocolo y lograron salvaguardar a los comensales.
Sin embargo, esta no es la primera vez que se registran explosiones en lugares de esparcimiento en Zacatecas. Basta recordar lo ocurrido el 23 de septiembre del año pasado, durante la FENAZA, cuando en plena presentación del espectáculo de los “Prófugos del Anexo” se produjo una explosión que dejó 14 personas heridas.
Aunque estos hechos no encajan, estrictamente hablando, en la definición jurídica de “terrorismo” —dado que no se ha identificado una motivación ideológica o política detrás de los ataques—, no por ello dejan de ser extremadamente graves. Se trata de delitos que atentan contra la integridad física de las personas y dañan gravemente su patrimonio.
Lo más preocupante es que, en ambos casos, hasta ahora no hay personas detenidas ni se conocen avances sustanciales en las investigaciones. Es una realidad conocida por todos: las fiscalías y ministerios públicos operan con recursos limitados, sin el personal ni las herramientas necesarias para una persecución eficaz del delito. En este contexto, la impunidad no solo persiste, sino que se afianza.
Estos hechos nos obligan a cuestionar seriamente la efectividad de la Estrategia Nacional de Seguridad Pública, recientemente aprobada en el Senado. Aunque retoma elementos del modelo del sexenio anterior, no ha logrado brindar los resultados que la ciudadanía espera. Ambas estrategias insisten en que “se atienden las causas”, pero rara vez se especifica cuáles son. Reducir todo al factor pobreza resulta no solo simplista, sino profundamente clasista y estigmatizante.
Reitero: combatir la inseguridad de manera integral exige políticas públicas que articulen la protección de derechos humanos —a través de la capacitación de los cuerpos de seguridad en el uso legítimo de la fuerza— con un verdadero fortalecimiento institucional que permita el acceso a una justicia pronta y expedita. A ello debe sumarse el desarrollo social, entendido como la recuperación del espacio público y la creación de oportunidades laborales dignas.
Si bien no existe una fórmula mágica para lograr un entorno seguro, hay elementos esenciales: la participación ciudadana para construir diagnósticos locales realistas, el diseño de políticas regionales diferenciadas y, sobre todo, mecanismos constantes de evaluación que permitan corregir el rumbo.
No podemos avanzar mientras persista una narrativa oficial que celebra la disminución de ciertos delitos, pero ignora el aumento de otros. Reconocer la realidad es el primer paso para transformarla. Zacatecas tiene aún muchos pendientes en materia de seguridad. No esperemos a que las explosiones se vuelvan rutina, ni a que afecten a cientos o miles de personas para actuar. La alarma ya sonó. Nos toca responder.