Francisco y México: un pontífice cercano al pueblo, distante del poder

Por Claudia Anaya Mota

El mundo reaccionó con conmoción esta semana tras conocerse la muerte del Papa Francisco, líder global, reformador de la Iglesia católica y voz crítica frente a la desigualdad. Durante su pontificado, mantuvo una relación prudente con los gobiernos, y México no fue la excepción.

En su última visita a nuestro país en 2016, el Papa Francisco dejó en claro su postura frente a los grandes males que aquejaban al país y que lamentablemente al día de hoy, no solo no se han resuelto, sino que se han exacerbado: la violencia, la migración, el desplazamiento forzado, la corrupción, el abandono social y el narcotráfico.

Desde Ciudad Juárez, en una misa en la frontera con Estados Unidos, hizo un llamado urgente al respeto por la dignidad de los migrantes y condenó las condiciones inhumanas que padecen; en Chiapas, uno de los estados con mayor rezago social, denunció el olvido institucional hacia los pueblos indígenas y criticó la discriminación estructural que perpetúa la marginación; en Michoacán, uno de los estados más afectados por el narcotráfico, el Papa denunció con firmeza la violencia y la cultura del crimen organizado:“Jesús jamás nos invitaría a ser sicarios. Él nos llama discípulos.”

Lo cierto es que durante su pontificado, el Papa Francisco habló una y otra vez de las víctimas. Con firmeza y compasión, describió a México como un país con enorme potencial espiritual y humano, pero marcado profundamente por la violencia, la impunidad y la corrupción.

Es de resaltar sus constantes llamados a todas y todos. A los jóvenes, les pidió no dejarse seducir por el dinero fácil por quienes calificó como “mercaderes de la muerte” y a quienes tenemos liderazgos o cargos públicos, a trabajar por el bien común y a no dejarnos seducir por el dinero y la corrupción.

Resalta que para el primer mandatario católico, la seguridad no era un privilegio, sino un derecho humano, base fundamental para preservar la vida y la tranquilidad. Llamó a los gobiernos a garantizarla como base para una vida digna. Su crítica, siempre directa, nunca fue partidista: era ética, no ideológica; era moral, no política.

Hoy, su muerte nos llama a la reflexión en un México donde la violencia sigue cobrando vidas, donde la corrupción erosiona la confianza, donde la desigualdad y la intolerancia divide, su voz sigue resonando como un eco que exige acciones, no discursos.

En suma, el Papa Francisco deja un legado espiritual y social invaluable. Mi mayor deseo es que los cardenales del mundo elijan a alguien que continúe con esa visión transformadora, que represente fielmente los valores de la Iglesia y que inspire, como él lo hizo, a construir sociedades más justas, incluyentes y humanas, porque todas las religiones deben ser guiadas por personas que nos eleven en nuestra calidad humana.

 

 

 

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