En días recientes, el Congreso de los Estados Unidos ha comenzado a discutir una propuesta fiscal impulsada por el Presidente Donald Trump. Entre sus puntos más polémicos, se contemplaba un impuesto del 5% – que al final se aprobó un 3.5%, en la Cámara de Representantes y así pasó para discusión al Senado – a las remesas enviadas por personas que no puedan acreditar ciudadanía estadounidense. Esta iniciativa, de corte claramente discriminatorio, ha sido rechazada de manera unánime por el gobierno federal de México, así como por distintos sectores del oficialismo, la oposición y los propios clubs de migrantes, quienes han estado cabildeando intensamente con los republicanos para lograr el rechazo a esta propuesta.
Aunque las personas de origen mexicano que ya cuentan con la nacionalidad estadounidense quedarían exentas de este gravamen, no ocurriría lo mismo con quienes ostentan otro tipo de estatus migratorio: residentes temporales o permanentes, beneficiarios de asilo o del Estatus de Protección Temporal (TPS), e incluso trabajadores migrantes legales.
Más allá de los tecnicismos migratorios, las consecuencias de esta medida serían devastadoras, especialmente para los hogares mexicanos. De acuerdo con el Migration Policy Institute (MPI), el 23% de los migrantes en situación irregular en Estados Unidos son de origen mexicano. Si se aprueba este impuesto, serán precisamente sus familias las más afectadas.
Desde una perspectiva macroeconómica, el impacto sería igualmente severo. México se ubicó el año pasado como el segundo país receptor de remesas a nivel global, alcanzando una cifra cercana a los 65 mil millones de dólares; la gran mayoría de ese dinero proviene de Estados Unidos. Las remesas representan el 3.5% del Producto Interno Bruto (PIB) nacional y, en algunos estados, su peso es todavía más significativo. Según el Centro de Estudios Monetarios Latinoamericanos (CEMLA) estas transferencias representan el 14.3% del PIB de Chiapas, el 13.6% en Guerrero, el 11.2% en Michoacán, el 10.6% en Zacatecas y el 9.8% en Oaxaca.
En otras palabras: un impuesto como el que se plantea no solo debilitaría la economía nacional, sino que golpearía con más fuerza a las regiones históricamente más marginadas del país, porque las remesas fortalecen el ingreso de las familias.
Y aún hay más. En el plano microeconómico, las remesas cumplen una función profundamente redistributiva. En muchos hogares pobres, ese dinero no solo se destina al consumo básico, sino también al emprendimiento, a la mejora de la vivienda o a inversiones comunitarias que generan empleo. Gravar las remesas es, por tanto, castigar la esperanza y el esfuerzo de quienes han migrado para ofrecer una mejor vida a sus familias.
Estoy convencida de que, los Clubs de Migrantes harán una presión importante con los representantes republicanos, quienes han gozado de su respado electoral y en todo caso, si se logra, será un triunfo de ellos, porque efectivamente, tienen un peso político-electoral en aquella nación que debe reconocerse.
En caso contrario, si se aprueba este impuesto, los migrantes hallarán maneras de hacer llegar su dinero, pero el riesgo es mayúsculo. Podría surgir un mercado gris de envío informal de remesas: ciudadanos estadounidenses cobrando comisiones por transferencias, redes paralelas sin regulación alguna e incluso, la infiltración del crimen organizado en un nuevo nicho de negocio.
En resumen, el supuesto beneficio recaudatorio de esta medida no compensa el costo social, económico y ético que implicaría. Penalizar las remesas no es solo injusto: es un atentado directo contra millones de familias que han hecho del sacrificio una forma de sustento y dignidad.