¿La gota que derrama el vaso?

Policías detienen a manifestantes contra el gobierno de Bedolla en Morelia, tras el asesinato de Carlos Manzo. Foto: Asaid Castro

 

Economista por la UAZ y columnista de La Cueva del Lobo

 

«Que los que esperan no cuenten las horas, que los que matan se mueran de miedo»

Noches de Boda (Fragmento),  Joaquín Sabina

 


Algo se rompe en la paciencia de una nación cuando se asesina a personas que luchan por la justicia, en medio de la indolencia institucional. México arrastra una ominosa historia de muertes violentas contra defensores de derechos humanos. Según el Business & Human Rights Resource Centre, en 2024 fueron asesinadas alrededor de 179 personas por defender el territorio y los derechos civiles.

Si bien el asesinato de defensores de derechos humanos no es un fenómeno nuevo, desde 2006 cambió la dinámica con la incursión más abierta del crimen organizado en una nueva modalidad de sometimiento social, donde la violencia es una constante.  Michoacán es uno de los estados con más registros de homicidios que involucran narco y gobierno en la última década, junto con Oaxaca, Guerrero y Chiapas.

En 2020, el activista Homero Gómez, defensor del bosque de la mariposa monarca, fue privado de la libertad en un evento público y posteriormente encontrado muerto en un pozo. Las sospechas sobre la autoría intelectual recayeron en autoridades vinculadas al crimen.  Ese hecho, fue una muestra de que mutó el modelo establecido del crimen organizado que diversificó sus actividades. En el caso del finado defensor de la mariposa, la pugna se originó en su resistencia contra la deforestación del bosque con el objetivo de sustiur con sembradíos de aguacate. Lo peor es que hasta hoy, ese homicidio sigue impune.

En los últimos días, dos asesinatos con un mismo tronco común —denunciar actividades del crimen organizado y sus nexos con el poder— sacudieron al país. El primero ocurrió hace dos semanas en Apatzingán. El líder limonero Bernardo Bravo denunciaba la extorsión y el coyotaje que sufren los productores del cítrico en la región y fue ultimado. El 20 de octubre fue encontrado con signos de tortura en una carretera.

Como corolario de esta realidad de terror, el sábado pasado, fue asesinado Carlos Alberto Manzo Rodríguez, el presidente municipal de Uruapan,  emblema de la resistencia contra la simbiosis narco-poder, lo que provocó indignación nacional. En su tierra, ayer domingo al menos 40 mil michoacanos tomaron las calles. El primer acto fue irrumpir en la sede del gobierno estatal, con consignas contra Claudia Sheinbaum y el gobernador de la entidad. El tigre, como lo advirtió el finado político,  empezó a despertar. Y no es para menos. El mensaje enviado a México con ese homicidio fue contundente: nadie que se atreva a enfrentar el poder fáctico del narco y su complicidad con el Estado puede seguir vivo.

Y es que, lo que hay en México es una cesión del Estado de derecho sustentada en impresentables nexos entre políticos y criminales. Ese contexto plantea la acentuación de un peligroso debilitamiento institucional. Max Weber definió al Estado como “cualquier comunidad humana que reclama con éxito el monopolio del uso legítimo de la fuerza física dentro de un territorio determinado”.  Es decir, nadie debe tener más poder que el Estado en el uso de la fuerza, bajo ninguna circunstancia.  Empero, afuera hay una realidad que contradice esa regla.

Es por la sensación de ingobernabilidad que prevalece en el país como un mal crónico -que no se curó con el cambio de régimen- que urge replantear el papel ciudadano ante la polarización.

Al final del día, como escribió Ikram Antaki, en su Manual del Ciudadano Contemporáneo: «No basta con decir que la violencia encuentra su fuente en las injusticias sociales para que disminuya. Necesitamos que los culpables sean castigados, que el Estado dé prueba de su autoridad”.

Pero para que llegue el castigo a los delincuentes, es necesario que los mexicanos dejemos de justificar las fallas y omisiones del poder en turno. Vivimos hoy las reminiscencias de la división social que dejó la implementación demagogia de un régimen en el que muchos creímos en 2018.  El caso es patente en las redes sociales, que son un termómetro de la polarización  Hay hordas de defensores del gobierno que ya da señales de fallido, como los hubo en tiempos del panismo o del priismo. Es la esencia que no cambia, que se réplica. La diferencia es que desde 2018 se hizo más visible la  división social de la que una élite política saca tajada.

Desestimo las opiniones de quienes tienen un interés económico o político qué defender —tanto los que achacan todo al “PRIANISMO” como los que culpan de todo al Morenismo—, porque con sus visiones sesgadas frivolizan la realidad. Encaminan el hartazgo social a laberintos absurdos y sin salida en los que se pierde el objetivo de buscar soluciones a los problemas del país. Todo se reduce a cuestiones inútiles como culpar a actores políticos de ahora y del pasado, cuando el deber cívico es exigir resultados a todos por igual.

Quienes se entretienen en los suburbios discursivos centrados únicamente en cuestiones políticas electoreras no entendieron nada, o son simples marionetas de la plutocracia. Porque sí, es la plutocracia —el poder económico— la que manda, sin importar que el color de su casaca sea guinda, amarilla, azul o tricolor y la población alienada, es cómplice de su propio castigo.

Urge que quienes no tenemos filiación política (que somos mayoría) salgamos de la vorágine en la que nos metieron intereses oscuros. En este momento, lo justo es que nos indignemos porque en nuestra tierra asesinan a quienes no se conforman con solapar lo que está podrido. La injusticia debería mover al país. Debe unirnos. Habrá que preguntarnos si el asesinato de Carlos Manzo es la gota que derrama el vaso en la paciencia social, o hay que seguir acumulando víctimas…

Hasta el miércoles.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *