En la mayoría de las cafeterías del centro de Zacatecas siempre hay gente mendigando. No solamente en las terrazas se acercan niños o personas de la tercera edad, generalmente, pidiendo dinero o ayuda para equis situación, sino que incluso en las partes más internas de los locales son asediadas por este grupo de personas.
En general, la gente suele no cooperar con la causa, y en muchas ocasiones es difícil no sentir cierto desagrado ante tal condición. ¿Por qué? No solo porque uno a veces está en medio de una tendida charla, en el ensimismamiento cotidiano, sino porque a nadie le gusta ver este tipo de situaciones: niños sucios con ropa rota, muchas veces sin zapatos; ancianos cansados con miradas tristes que evocan lástima; mujeres con bebés enfermos en brazos…
No nos gusta y no nos debería gustar ver esto. Se trata de condiciones sociales indignas, que ninguna persona debería experimentar y que sin embargo existen. Nos enseñan una cara de nuestra sociedad que intentamos esconder a toda costa, pero que, como cualquier grieta, termina siempre por mostrar sus rasgaduras y amenazar lo que pareciera más firme.
En ese contexto, en la ilusión del clasemedierismo, sucede cotidianamente la amenaza de la pobreza extrema; es decir, ese disgusto al ver a un mendigo no es otra cosa que un terror a vivir en esas condiciones, a padecer ese estrato que, cuando se le ve tan de cerca, pareciera más vívido.
Todos en México tenemos miedo a ese tipo de pobreza en la que la suciedad y el cansancio revisten al ser humano, mostrándolo como algo miserable, algo indigno, que nos hace alguien con quien nadie quisiera tener que convivir.
Hay pequeñas muestras de esperanza que parecieran mitigar los avances de la pobreza, y quizá la más simbólica sea aquella figura mesiánica que, desde hace poco más de un año nos ha vendido la idea de que, por el contrario, todo va a mejorar, con lentitud (como su forma de hablar) pero con seguridad (como su manera de ganar unas elecciones).
Si bien las palabras y los hechos aún distan mucho de tener un punto en común, lo cierto es que el discurso juega un papel simbólico muy importante en esto. Pues mientras en otros periodos de la historia de mexicana la pobreza fue un problema fantasmal que se intentó atacar escondiéndolo o con paliativos limosneros, en este sexenio el discurso no ha tratado de tapar un problema que abruma. Se reconoce que ahí está, que no se ha podido atacar sus causas y que se llevará tiempo.
Muchos dirán que el discurso no significa nada en tanto no se convierte en hechos. Ante eso habría que apuntar que, al contrario, todas las acciones tienen que empezar en las palabras. El simple hecho de enunciar algo, de reconocerlo y ponerlo en palabras es ya un ejercicio de materialización simbólica. ¿No es eso el primer paso de la cura cuando estamos enfermos, saber el nombre de la enfermedad? ¿No nos hace descansar saber al menos de lo que padecemos?
Para poder subsanar cualquier situación o circunstancia, lo esencial es primero nombrarla, tal cual es. Decir que México padece de pobreza es ya un significativo primer paso. Lo segundo fue aumentar el salario mínimo, como lógico paso hacia una posible cura a determinadas situaciones económicas. Si un 20% no es mucho respecto de lo que se sufre en las clases más bajas de los estratos sociales del país, sí lo es respecto de lo que nunca antes se ofreció y lo es también discursivamente: 20% es mucho más que el 1 o 2% que solía aumentar año con año en las gestiones de otros gobernantes, y nos hace ver lo mendigos que éramos ante aquellos, las miserias que nos daban.
Cuando uno ve a alguien pidiendo dinero en la calle, en la cafetería, en el restaurante, no solamente se siente malestar por esa persona que, sin otra alternativa tuvo que recurrir a esta actividad, sino que uno se reconoce ahí mismo, en esa misma miseria, aunque las vestiduras y la cartera parezcan decir otra cosa. Apariencia y nada más.
Ante esto, nuestro lenguaje tendrá que ir cambiando también, nuestra manera de vivir y pronunciar la pobreza y el miedo a esta. Tendrán que ir generándose otros discursos de reconocimientos internos profundos que nos permitirán dejar de vernos como privilegiados o dejar ver con asco a los menos favorecidos. Tendremos que aprender a reconocer que nunca hemos tenido nada y que es tiempo de exigir más, porque lo merecemos. Todos merecemos una vida digna. Debemos decirlo de frente y con todas sus letras: no nos gusta la pobreza, no la queremos ni para nosotros ni para los demás.