Por: Cuauhtémoc Calderón.
En política, como en los negocios, las organizaciones no fracasan por falta de ideas, talento o recursos. Fracasan por dinámicas internas que nadie quiere enfrentar. Equipos rotos por dentro que simulan cohesión por fuera. Equipos que no son tales, sino grupos de personas que simplemente comparten espacio, presupuesto o partido.
Patrick Lencioni, en su obra Las cinco disfunciones de un equipo, disecciona los males más comunes —y peligrosos— de las organizaciones modernas. Y lo hace con una claridad que debería ser obligatoria en todo gabinete, consejo directivo o comité ejecutivo. Esta columna expone cada una de esas disfunciones con aplicación directa al mundo real.
La falta de confianza: la raíz de todo lo que sale mal
Un equipo sin confianza es un equipo condenado. Pero Lencioni no habla de la confianza superficial de saludos amables o selfies compartidas. Habla de la confianza que nace de la vulnerabilidad: la capacidad de admitir errores, decir “no sé”, reconocer que se necesita ayuda.
En política, esa vulnerabilidad es vista como debilidad. Y por eso se oculta. En la empresa, suele castigarse con burla o exclusión. El resultado es una cultura de miedo, donde cada quien se protege, nadie se sincera y el equipo se convierte en una guerra fría de silencios y agendas personales. Sin confianza, todo lo demás es simulación.
El miedo al conflicto: la armonía que mata
Una vez que no hay confianza, los desacuerdos se evitan. Y eso es fatal. El conflicto es el oxígeno del pensamiento crítico. No estamos hablando de gritos ni confrontaciones personales, sino de debates francos sobre lo que importa.
Cuando nadie quiere confrontar al jefe o al líder político por miedo a represalias, cuando todos callan para “no crear problemas”, lo que se destruye es la posibilidad de tomar buenas decisiones.
La falsa armonía es un veneno lento. Mata la creatividad, destruye la claridad y convierte a los equipos en masas obedientes que marchan directo al fracaso.
El buen liderazgo no busca silencio: busca verdad.
La falta de compromiso: decisiones sin alma
Cuando no se discute a fondo, cuando las voces no se escuchan, el compromiso se vuelve mecánico. Se acuerda lo mínimo. Se firma, se publica, se proclama… pero nadie cree realmente en lo que se decidió.
En la política mexicana esto es evidente: planes de gobierno que nadie del equipo defiende porque nunca fueron debatidos; reformas empresariales impulsadas por áreas que no dialogan entre sí. El compromiso real nace de la claridad y la claridad nace del conflicto productivo.
La evasión de responsabilidades: el cáncer de los equipos tibios
Una de las fallas más extendidas en gobiernos y empresas es la incapacidad de exigirnos entre nosotros. Cuando el compromiso se diluye, nadie siente el deber de rendir cuentas.
“Eso no me toca”, “yo no fui”, “pregúntale a otro”… Es el síndrome de la corresponsabilidad ausente. Y es más común de lo que se cree.
Lencioni subraya que los equipos sanos no solo aceptan el liderazgo vertical, también practican la exigencia horizontal: compañeros que se exigen entre sí estándares altos. Un equipo que no se autocorrige es un equipo que se autodestruye.
La falta de atención a los resultados: cuando el ego reemplaza la misión
En la cima de la pirámide está el síntoma más grave: cuando los intereses individuales superan el objetivo común. Cuando importa más “quedar bien”, “mantener el cargo”, “ganar la narrativa” que lograr resultados reales.
En política, esto se traduce en gobiernos centrados en su imagen y no en su impacto. En negocios, en directores que buscan premios más que rendimiento.
El resultado es la víctima silenciosa de los equipos disfuncionales. Y el país, la empresa o la comunidad terminan pagando el costo.
Los equipos se construyen, no se improvisan
Liderar no es solo ocupar un cargo. Es crear condiciones para que un grupo funcione con confianza, claridad, responsabilidad y enfoque. Los equipos disfuncionales no nacen, se permiten.
La buena noticia es que también pueden corregirse. Pero eso exige algo que no siempre se encuentra en los escritorios del poder: humildad, honestidad y voluntad de cambio. Y eso, como siempre, empieza arriba.