Gerardo Fernández Noroña llegó a la presidencia del Senado envuelto en la bandera de la congruencia, la izquierda dura y el discurso inquebrantable. Se presentaba como un combatiente del sistema, un opositor de cepa, el intransigente defensor de los de abajo. Hoy, la realidad lo pone en evidencia. Se embolsa casi un millón de pesos mensuales entre dieta, subsidios, asesores y “gastos inherentes al cargo”. No hay austeridad, no hay diferencia, no hay congruencia.
Pero lo más insultante no es el dinero. Es la traición al relato. Quien gritaba contra el poder hoy lo usufructúa. Quien presumía vivir con modestia ahora se desliza por los pasillos del privilegio con soltura. Quien prometió ser distinto terminó replicando los peores vicios del poder que tanto decía aborrecer.
No es excepción. Es reflejo.
Fernando Belaunzarán lo dijo con claridad, Noroña no es un error del sistema, es su resultado. No es un exceso personal, es una consecuencia política. Su altanería no es espontánea. Su simulación no es casual. Su discurso incendiario no es valentía, es estrategia populista.
En México, la política está plagada de personajes que hacen carrera desde el antagonismo solo para terminar convertidos en aquello que prometieron destruir. Lo que Noroña representa no es una anécdota individual. Es el espejo de una clase política que grita por fuera mientras se acomoda por dentro.
El verdadero problema no es un partido. Es la cultura del poder.
Aquí nadie se salva por colores. La hipocresía es transversal. Hay simuladores de izquierda y de derecha. Hay farsantes en el oficialismo y en la oposición. La congruencia es una especie en extinción. La ética, un accesorio decorativo que se usa en campaña y se olvida en el gobierno.
Si alguien cree que Noroña es el único, se equivoca. Lo grave es que se ha normalizado que la política sea un juego de impostores. Lo alarmante es que hay más indignación por un tuit mal redactado que por el uso discrecional de casi un millón de pesos mensuales para un solo senador.
La escena lo retrata sin pudor
Mientras cobra cifras obscenas, el presidente del Senado exige disculpas públicas desde la tribuna por un asunto personal en el AICM. Lo hace con dramatismo, con solemnidad impostada, como si el Senado fuera una extensión de su ego. Nadie de su bancada lo cuestiona. Nadie de su gobierno lo frena. Nadie se atreve a decir que ese tipo de abusos desacredita el discurso de la 4T en su conjunto.
La izquierda, que nació para representar la lucha contra los privilegios, hoy los administra con entusiasmo. Y los que llegaron a combatir al sistema terminaron apoltronados en él, repitiendo sus rituales y devorando sus prebendas.
La única diferencia será la memoria.
Hay que recordarlo. Quien hoy se vende como defensor del pueblo, mañana puede estar cobrando cifras insultantes. Quien acusa a otros de traidores, puede estar tejiendo sus propias traiciones. En esta política de máscaras, la única herramienta que nos queda es la memoria activa, exigente, incómoda.
Porque mientras el país se hunde en carencias, la clase política, toda, sigue en lo suyo. Repitiendo discursos, cobrando dietas, inventando guerras personales para distraer. Y lo más peligroso no es Noroña. Es que cada vez hay más como él y menos ciudadanos dispuestos a exigirles cuentas.