Hay una línea muy delgada, y peligrosamente difusa, entre la lealtad y el servilismo. En Zacatecas, esa línea se borra todos los días en oficinas gubernamentales, pasillos del poder y grupitos de asesores que no asesoran nada, pero sí repiten como mantra lo que diga su jefe. La lealtad auténtica es una virtud; el servilismo es una miseria.
Los políticos que llegaron rogando por una oportunidad, que juraron agradecimiento eterno cuando se les dio un espacio, un cargo, un salario público que no habrían conseguido por mérito, hoy son los mismos que niegan, atacan o simplemente desconocen al que los respaldó. Peor que un perro que no huele en la noche. No solo no cuidan la casa, muerden la mano que les dio de comer.
Este fenómeno no es nuevo, pero sí se ha vuelto escandalosamente frecuente. Zacatecas se ha llenado de funcionarios que viven para complacer, no para cuestionar. Para adular, no para proponer. Para sobrevivir políticamente, aunque eso implique traicionar principios, proyectos e incluso personas. No hay dignidad, hay cálculo. No hay convicción, hay obediencia ciega.
Lo grave no es solo lo humano. Lo grave es que este tipo de “lealtades compradas” terminan afectando al servicio público. Porque quien no se atreve a decirle la verdad a su jefe, tampoco se atreve a decirle la verdad a la ciudadanía. Y quien calla por conveniencia, actúa por miedo.
En la política zacatecana, se han normalizado las manadas, grupos de aduladores que aplauden todo, justifican todo y defienden lo indefendible. Se disfrazan de operadores, pero en realidad son cómplices del deterioro. Han hecho de la política una especie de clientelismo emocional. Entregan devoción a cambio de pertenencia, aunque eso implique perderse a sí mismos.
La política que solo admite aplausos está condenada a la parálisis. Gobernar sin debate, sin autocrítica, sin voces divergentes, es administrar una mentira. Porque el poder sin verdad se convierte en espectáculo. Y el espectáculo se cae cuando se apagan las luces.
Es momento de recuperar el valor de la lealtad bien entendida. La que se atreve a corregir, a incomodar, a decir “no” cuando hace falta. Lo demás es sumisión disfrazada de compromiso. Y esa es, quizás, la peor traición.