
Por Renata Avila
Hace unos días, una de las profesoras que tuve en mi formación académica —a la que admiro y respeto enormemente— me escribió para reprocharme mis recientes pronunciamientos públicos sobre la crisis que atraviesa la Universidad Autónoma de Zacatecas. “Confié en ti”, me dijo. “Lamento mucho tus pronunciamientos. En fin.”
Leí y releí ese mensaje con una mezcla de tristeza, decepción y claridad. No se me cuestionó con argumentos ni con pruebas. Se me reprochó haber hablado. Haber tomado postura. Haber alzado la voz.
Y entonces confirmé lo que tantas veces hemos señalado: que la crítica incomoda más que el abuso; que la voz que denuncia se convierte, para algunos, en amenaza, aunque esté cargada de verdad.
La Universidad Autónoma de Zacatecas enfrenta hoy una crisis moral e institucional. La figura central de esta crisis es un ex rector que confesó haber cometido un delito sexual grave contra una niña, siendo él funcionario público y máxima autoridad de la universidad en ese momento. A pesar de ello, intentó renunciar como si se tratara de un trámite administrativo, sin asumir públicamente la dimensión del daño ni rendir cuentas ante la comunidad universitaria.
Lo más alarmante es que, incluso con esa confesión judicial, ciertos sectores dentro de la universidad aún sostienen que todo se trata de un invento, una estrategia para “golpetearlo políticamente.” Una narrativa tan peligrosa como perversa, que trivializa la violencia sexual, revictimiza a la menor y desinforma a quienes aún creen en los valores éticos de la universidad pública.
Pero si esa versión conspiranoica fuera cierta, el ex rector jamás se habría declarado culpable. Jamás habría sido vinculado a proceso por un juez, ni se le habría concedido un procedimiento abreviado. Porque cuando una persona es inocente, lucha por demostrarlo. Sostiene su defensa. Rechaza toda culpa. Quien tiene la certeza de su inocencia no se somete voluntariamente a una sentencia penal por un delito tan grave.
No estamos hablando solo de un caso judicial ni de una controversia administrativa. Estamos hablando de una niña que fue violentada, y cuya vida cambió para siempre. Una niña cuya agresión ha sido reducida por algunos al terreno del cálculo político.
Y junto con ella, están las historias de muchas otras estudiantes, académicas y trabajadoras que, durante años, han vivido distintos tipos de violencia dentro de los muros universitarios, sin ser escuchadas, sin que nadie las defienda, sin que nadie les crea.
La universidad pública no es solo un espacio de transmisión de conocimientos: es, o debería ser, un espacio donde se forman conciencias críticas, donde se enseña a cuestionar el poder, y donde la ética no se redacta en manuales, sino que se practica. Cuando desde sus más altos cargos se violenta, y luego se protege o minimiza esa violencia, lo que está en riesgo no es solo una víctima o una generación: está en juego la legitimidad misma de la institución como proyecto democrático y social.
Frente a esta realidad, guardar silencio no era una opción ética para mí. No como egresada, no como legisladora, y mucho menos como mujer.
Quienes me conocen saben que mis palabras no fueron precipitadas ni oportunistas. Surgieron del dolor que me han compartido alumnas, madres, activistas y defensoras. De la convicción de que la dignidad no se negocia, y de que callar ante la violencia, especialmente cuando viene desde el poder institucional, no es neutralidad: es complicidad.
Lamento profundamente que algunas voces dentro del ámbito académico prefieran lamentar mis pronunciamientos antes que lamentar el crimen. Que se nos intente deslegitimar no por lo que decimos, sino por el hecho de atrevernos a decirlo.
Lo afirmo con respeto, pero con absoluta claridad: si la confianza depositada en mí como alumna dependía de mi silencio ante una violación confesada contra una niña, entonces no era confianza. Era obediencia.
Yo no llegué a la vida pública ni a la vida universitaria para callar cuando más se necesita hablar.
Vine a incomodar donde hay impunidad.
Vine a acompañar a quienes aún esperan justicia en una universidad que, demasiadas veces, ha protegido más su imagen que a su comunidad.
Vine a decir —aunque duela— que ningún título ni trayectoria justifican el encubrimiento.
Porque si la universidad no puede mirarse críticamente, entonces no educa: reproduce.
Y yo sueño con otra UAZ. Una donde alzar la voz no sea motivo de reproche, sino un acto de ética universitaria.
Una donde el respeto no se mida por el silencio, sino por el compromiso con la justicia.
Una donde nunca más tengamos que elegir entre la conciencia y el reconocimiento académico.
No estoy sola. Mi voz es parte de una genealogía feminista, universitaria y política que no se conforma con diagnósticos tibios ni con la estética del silencio. Somos muchas —y cada vez más— quienes hemos decidido no callar, aunque eso incomode, aunque nos quieran fuera, aunque el costo sea alto. La historia siempre termina poniendo las cosas en su sitio.
Y porque lo sueño, lo exijo: una universidad donde no se imponga el silencio, sino la verdad;
una universidad donde la justicia no llegue tarde ni disfrazada de trámite;
una universidad donde alzar la voz no nos cueste el respeto, sino que nos lo devuelva.
No basta con que este hecho no se repita. Lo que urge es que nunca más se normalice.
A quienes aún dudan si pronunciarse, les digo: la universidad también es suya. No dejemos que la ocupen quienes normalizan la violencia desde el poder.
Hoy más que nunca, necesitamos una comunidad universitaria que no tema alzar la voz, sino que lo haga con dignidad, con fuerza y con memoria.