MÚSICA DE NINFAS PARA SUREÑOS

Marco Casillas (CUENTO PUBLICADO EN EL LIBRO ZACATECAS NEGRO)

 

1957

 

“Que Dios las perdone, que el Todopoderoso y la Virgen tengan piedad de ellas… “. Las hermanas Alcalde, esposadas, eran sacadas a empellones policiacos de la añosa casona de la calle Independencia, mientras las frases piadosas rasgaban el caliente aire del lugar.

Todo Tabasco, Zacatecas, sabía de ellas, las conocía. O tal vez no: a  la luz pública, Beatriz y su hermana menor, Aurora, eran “dos almas de Dios, un poco raras, pero muy devotas”.

De 73 y 75 años, siempre ataviadas con impecables vestidos negros que contrastaban con sus blanquísimas cabelleras, las Alcalde (aun con la dolorosa artritis reumatoide como huésped permanente de sus pequeñas humanidades) honraban sin pausa las posturas erguidas que, decían ellas, eran propias de la gente decente.

Era el 3 de mayo de 1957. Año del temblor en la Ciudad de México, año de la muerte de Pedro Infante, mediodía en Tabasco. El olor podrido y la ausencia de las hermanas en la misa matinal de siete durante dos domingos seguidos habían alertado a los vecinos. La policía fue avisada.

Los que los jenízaros hallaron en la conocida Casa Alcalde cimbró la calma secular del pequeño poblado del sur zacatecano. A partir de entonces, Tabasco no volvió a ser igual. Ésta es la historia. Una verdad sangrienta de la cual ya casi nadie quiere hablar.

 

 

1937

 

La melosa tonada del Steinway & Son se escuchaba hasta la calle. El piano había sido comprado personalmente por Aurora en Nueva York, donde el inmigrante alemán, Henry Steinway, había adquirido mares de prestigio y dólares fabricando estos hacedores de música.

Aurora y Beatriz tocaban. Preferían los valses europeos al naciente Swing. Música para locos, decían a coro. Ni Benny Goodman, Teddy Wilson o Benny Carter lograron seducirlas jamás, como tampoco intentaron hacerlo los varones del pueblo.

El enanismo moderado fue una mala herencia. Caminaban  a paso de duende en la vieja casona construida en el siglo XIX por su abuelo paterno, don Carlos Alcalde, quien dejó Durango para venir a Tabasco y administrar una gigantesca huerta de guayabas que le dio para una holgada existencia y heredar millones a sus dos únicas nietas.

La vida solitaria de las hermanas las llevó a adquirir costumbres extrañas, como el hecho de tener a cientos de gatos multicolores que acompañaban sus soledades. Los había azules, negros y pintos, hasta colores carey y crema.

Entrar a la casona implicaba recetarse el apestoso tufo de los orines gatunos.

Ellos maullaban; ellas cantaban: “Somos las ninfas, venimos del monte azul; bailamos bien decididas con nuestras faldas de tul”. Ni la gran depresión norteamericana ni la Primera Guerra Mundial evitaba que las Alcalde hicieran eso todas las noches.

Musicales, orgullosas de su pasado noble; siempre hablando de aquellas leyendas que relataba el arribo por la mar océano de sus antepasados ibéricos en un poderoso galeón español en el siglo XVI.

“Eran siete hermanos, eran los Alcalde. Venían de España, luego se dispersaron por varios estados del país”, le contaban una y otra y otra vez a quienes querían escuchar la historia.

Aquellos que entraron alguna vez a su casa supieron de ese extraño rito de echar llave a las puertas de las habitaciones una vez que alguien entraba en ellas. Cerraban y llave, cerraban y llave… como si temieran algo, como si quisieran que los visitantes quedaran enclaustrados eternamente en la morada de estas obligadas vírgenes con fama de locas.

Encerradas para siempre entre el sonido de las notas del piano y el picante hedor de los miados felinos. ¿A qué huele la muerte si no es a orines de gato? ¿A qué suena la muerte si no es a las notas de un viejo piano alemán?.

La misteriosa desaparición de sus padres Salvador y Felicia Alcalde, a mediados de la Guerra Cristera, en 1927, se había atribuido  la acción del gobierno de Plutarco Elías Calles contra quienes, organizados o no, defendieran las iglesias y la fe igual en Jalisco, Zacatecas, Guanajuato o Michoacán.

Simplemente  desaparecieron. Como ellos, unas veintiocho personas más en diferentes épocas de los veintes y los treintas en Tabasco,  Zacatecas, de pronto eran reportadas como extraviadas.

Como si un humano por obra y gracia de quién sabe qué fuerza pudiera desaparecer así nomás. Los lugareños rezaban. Primero porque aparecieran los extraviados. Después, porque descansaran en paz y al lado de Dios. “El Señor les dé el eterno descanso y luzca para ellos la luz perpetua…”

Ello, a la par de reconfortar a los dolientes, era cataplasma de olvido social. Baño de resignación de una comunidad rezandera cuyas tradiciones judeocristianas eran lavativa religiosa que inducía al sacrificio como camino de salvación. “Que sea lo que Dios quiera”, comentaban para sus adentros con piadosa conformidad.

 

 

1927

 

–Ya están dormidos, Aurorita – musitó Beatriz con voz seseante–. Yo creo que ya es hora.

En sus manos, cada una de las hermanas asía con fuerza un arma. Aurora un machete; Beatriz, un cuchillo cebollero. Dirigieron sus pasos hasta la recámara de sus padres. Antes de iniciar el fúrico ataque, la luz plateada de la luna llena que se colaba por la ventana les permitió distinguir por última vez los rostros plácidos de quienes les habían dado la vida.

–Parece que están dormiditos –dijo Beatriz a su hermana lanzándole una mirada de inexplicable ternura.

–Ahora, Aurora, ahora –susurró Beatriz.

Como fieras, las dos comenzaron la carnicería. Al cuello de don Salvador, a la garganta de doña Felicia. La sangre inundó cama y cuarto, mientras que las hermanas no paraban de cortar. El líquido rojo las salpicaba y pintaba de carmín la habitación. Sólo la salida del sol las relajó un poco. Amanecía. Comenzaron a colocar las partes mutiladas de los cadáveres familiares en bolsas.

–¿Servirá de algo esta carne? –murmuraba Beatriz.

–Sí, pero en trozos pequeños –regañaba Aurora–.

Los gatitos no podían con tamaño pábulo.

El odio de las hermanas por sus padres fue un asunto que creció descontrolado. Encierro, humillaciones y dos almas apresadas en la Casa Alcalde fertilizaron un resentimiento que cayó al pozo del rencor más profundo.

Lo de los demás fue más sencillo. Un lechero, un vendedor de frijol, siete niños y cuatro niñas atraídas por la música del piano, un árabe vendedor de telas, veintiocho más, en total.

Todos fueron cayendo a la vieja casona de la calle Independencia. De alguna manera, Beatriz y Aurora se las ingeniaban para que nadie saliera vivo de ahí, para que carne, huesos y tripas alimentaran con abundancia faraónica a los dioses-gatos que compartían la casa con ellas. “Éstos no dejan ni los recuerdos”, solían decir con sorna.

Tiempo guerrero. Tiempo convulso, que la hacía de cómplice para encubrir las desapariciones con normalidad. Oportuno, el dios Marte bañaba de amnesia a la antigua Villa del Refugio, hoy Tabasco, Zacatecas, hasta que el cadáver de don Teófilo Sandoval Vera las dejó al descubierto.

 

 

 

1957

 

Los muertos no hablan. Pero este sí, mejor dicho: el aroma ácido de sus carnes, podridas por el calor impío que suele hacer en esas tierras. Eso fue lo que motivó a la gente para que avisara a la ley.

Eso fue lo que hizo correr a Pedro Camacho hasta el ayuntamiento para gritarle a los policías que en la calle Independencia, ahí por la Casa Alcalde, había un olor a muerto que ya no se aguantaba.

Llegaron al lugar. Tocaron. Primero con cierto pudor, después con furia, azotando la aldaba contra la enorme puerta principal. Aurora abrió. Dos oficiales se abrieron paso; pero al llegar a la cocina ya estaban vomitando: sobre la mesa, los restos de don Teófilo estaban siendo desmenuzados comedidamente por Beatriz, quien canturreaba: “Somos las ninfas, venimos del monte azul; bailamos bien decididas con nuestras faldas de tul”.

–¿Ya se supo, Beatriz?

–Ya se supo, Aurora.

–Bien. Vámonos con ellos, hermanita. Lo bueno fue que tanta muerte sirvió para algo… Vámonos Beatriz, vámonos con ellos…

Mientras los agentes de las llevaban, los vecinos murmuraban al paso de las Alcalde “Que Dios las perdone, que el Todopoderoso y la Virgen tengan piedad de ellas…”.

Por las ventanas de la vieja casona, decenas de gatos observaban curiosos el arresto de las Alcalde.

Hoy, cincuenta y tantos años después, ya casi nadie quiere platicar sobre esta historia. Sin embargo, en el pueblo todavía se comenta que por las noches suelen escucharse las notas musicales del viejo piano Steinway & Son, y  que el penetrante y ácido aroma a orines de gato ha entrado con sutil violencia de asesino confeso en las asustadas almas sureñas de los hombres y mujeres de Tabasco, Zacatecas. Porque, a final de cuentas: ¿A qué huele la muerte si no es a orines de gato? ¿A qué suena la muerte si no es a las notas de un viejo piano alemán…?

 

FIN