Protocolos de papel, golpes de realidad

Por Renata Ávila

La madrugada del pasado sábado en la Feria Nacional de Zacatecas (FENAZA) no solo se apagaron luces y música: también se apagó la confianza ciudadana.

Comerciantes fueron agredidos por la Policía Estatal en la Megavelaria y la ex presidenta de la Asociación de Centros de Esparcimiento Social de Zacatecas, Laura Torres Huerta, fue detenida por grabar lo sucedido. Aunque se logró su liberación con la intervención del Ayuntamiento, presentó lesiones y el mismo domingo rindió declaración ante la Fiscalía General de Justicia del Estado.

Este hecho no puede entenderse en aislamiento. Es la segunda ocasión en menos de un mes que los elementos bajo el mando del secretario de Seguridad Pública, General Arturo Medina Mayoral, actúan con uso excesivo de la fuerza contra ciudadanos.

Primero fueron las familias buscadoras despojadas de sus símbolos de memoria; ahora comerciantes y asistentes de la feria.

Se configura así un patrón repetitivo: los elementos de seguridad pública se escudan en la supuesta aplicación de protocolos para legitimar prácticas de represión.

Como ya lo había señalado en mi columna anterior, no fue un malentendido operativo: fue un mensaje político y social. Se confundió “paz pública” con silencio, y seguridad con control del encuadre.

La memoria reciente confirma la sistematicidad:

● 8M de 2024. La CNDH acreditó violencia y detenciones arbitrarias contra 15 mujeres.

● Listas negras. Circularon hojas de “personas no gratas” en el 3er Informe de Gobierno.

● Visita presidencial. Retiraron lonas de búsqueda en puentes del bulevar Adolfo López Mateos.

● El caso de la señora Virginia. Madre buscadora sacada de un evento oficial.

● Retiro de tejidos. El bloqueo de un puente para borrar símbolos de duelo ciudadano.

Lo sucedido en la FENAZA no es una anomalía: es la reedición de un patrón histórico en México. Desde el 2 de octubre de 1968, cuando la Plaza de las Tres Culturas se tiñó de sangre, hasta el Jueves de Corpus de 1971, el Estado mexicano ha hecho de la represión una estrategia para silenciar la protesta.

El discurso oficial siempre fue similar: se habló de “restablecer el orden” o de “contener provocaciones”, mientras en realidad se castigaba la disidencia.

Años después, en San Salvador Atenco (2006), la Policía Federal y corporaciones locales reprimieron a pobladores y defensores de la tierra. En Oaxaca (2006), la APPO fue sofocada con operativos que incluyeron detenciones arbitrarias y tortura documentada.

Más recientemente, en Nochixtlán (2016), un operativo contra maestros dejó ocho muertos y más de cien heridos. En todos los casos, los gobiernos justificaron los hechos bajo la retórica de “recuperar la paz” o “evitar el caos”.

El patrón es idéntico al que vemos hoy en Zacatecas: operativos desproporcionados, uso de la fuerza sin control, criminalización de ciudadanos y comunicados oficiales que legitiman la violencia en nombre del orden público.

Como señala Illades (2018), la represión en México ha operado como “un recurso constante de los gobiernos para enfrentar la disidencia social, incluso en periodos que se autodenominan democráticos” (p. 64). De acuerdo con Rodríguez Luna (2020), el uso de la fuerza pública en contextos de protesta “no elimina los conflictos de fondo, solo posterga su resolución y erosiona la legitimidad del Estado” (p. 153).

La lectura es clara: cuando el Estado recurre a la represión, sacrifica gobernabilidad en nombre del control inmediato. Lo que se gana en apariencia de orden se pierde en confianza ciudadana, en legitimidad democrática y en cohesión social.

En Zacatecas, este tipo de actuaciones resultan especialmente graves. En un estado marcado por la violencia criminal, la migración y la desconfianza institucional, la feria es uno de los pocos espacios de convivencia comunitaria. Que ahí la fuerza pública actúe con represión en lugar de cuidado envía un mensaje devastador: ni siquiera en los espacios de encuentro social hay seguridad real, solo control político.

Lo que ocurre en Zacatecas también dialoga con experiencias internacionales recientes. En Chile (2019) y en Colombia (2021), organismos como la ONU-DH y la CIDH documentaron cómo el uso excesivo de la fuerza policial durante protestas pacíficas derivó en violaciones graves a derechos humanos y en crisis de legitimidad de los gobiernos. El denominador común es claro: cuando la represión sustituye al diálogo, el Estado erosiona su propia autoridad moral y política.

Los marcos constitucionales e internacionales son claros. El artículo 1º de la Constitución obliga a todas las autoridades a promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos bajo el principio pro persona.

El artículo 9º protege la reunión pacífica y prohíbe disolverla sin causa legal suficiente. La Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos refuerzan la obligación estatal de garantizar la protesta pacífica y sancionar cualquier uso excesivo de la fuerza.

Cuando el Estado convierte la seguridad en represión, viola no solo la ley nacional, sino también los compromisos internacionales de derechos humanos. Como apunta Aguayo (2015), “el uso faccioso de las corporaciones policiales reproduce un ciclo de impunidad que normaliza la violencia estatal” (p. 112). Y en palabras de Astorga (2019), las policías terminan actuando “como cuerpos de choque del poder político antes que como garantes de legalidad” (p. 77).

Lo ocurrido en la FENAZA debería ser un punto de inflexión. Si el gobierno quiere recuperar legitimidad, no bastan disculpas ni comunicados. Urgen medidas concretas:

1. Reforma real de protocolos de actuación, con participación de organismos de derechos humanos y colectivos ciudadanos.

2. Capacitación obligatoria en gestión de reuniones pacíficas, con enfoque de derechos humanos y perspectiva de género.

3. Transparencia inmediata: publicación de partes de actuación, cadena de mando y fundamento legal de cada operativo.

4. Mecanismos independientes de supervisión y sanción para casos de uso excesivo de la fuerza.

5. Reforzar las mesas permanentes de diálogo con colectivos y gremios, para que la primera respuesta estatal sea abrir cauces, no cerrarlos.

Porque si antier fueron las compañeras feministas, ayer las madres buscadoras y hoy una comerciante, mañana puede ser cualquiera que grabe con su celular o alce la voz. Ese es el verdadero riesgo de los protocolos de papel: dejan a toda la ciudadanía vulnerable.

Mi intención al enunciar estos casos no es criticar por criticar, sino insistir en una verdad incómoda: la represión policial a nadie beneficia y nos continúa lastimando como sociedad. La paz pública no se construye con golpes ni detenciones arbitrarias, sino con derechos garantizados y con instituciones que acompañen, protejan y escuchen.

Porque cuando la seguridad se convierte en represión, no solo se pierde la paz: se pierde la democracia misma.

Referencias

Aguayo, S. (2015). De Tlatelolco a Ayotzinapa: Las violencias del Estado. México: Grijalbo.

Astorga, L. (2019). Seguridad, poder y policía en México. México: Siglo XXI Editores.

Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). (2019). Informe sobre la situación de derechos humanos en Chile. Washington, D.C.: OEA.

Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). (2021). Informe sobre protestas y derechos humanos en Colombia. Washington, D.C.: OEA.

Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). (2024). Recomendación 272/2024. México: CNDH.

Illades, C. (2018). El futuro es nuestro: Historia de la izquierda en México. México: Océano.

Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ONU-DH). (2019). Informe sobre la crisis de derechos humanos en Chile. Ginebra: ONU.

Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ONU-DH). (2021). Informe sobre las protestas sociales en Colombia. Ginebra: ONU.

Rodríguez Luna, R. (2020). Estado, protesta y represión en México contemporáneo. México: UAM.

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