Por Renata Ávila
Tenía 14 años. En su escuela, pasaba desapercibida: nunca interrumpía, nunca faltaba, nunca pedía ayuda. Las maestras empezaron a notar que ya no hablaba con nadie, que evitaba mirarse al espejo, que se encerraba en el baño más tiempo del habitual. Un lunes por la noche, subió una historia en Instagram: fondo negro, letras blancas. “Si me pasa algo, no fue culpa mía”. Nadie lo entendió como un grito. Dos días después, su madre la encontró sin vida en su habitación.
En su recámara había una libreta. Había escrito que su novio —un joven cuatro años mayor— la amenazaba con publicar fotos íntimas, la llamaba «loca», la alejaba de sus amigas y la convencía de que nadie la quería. Lo había contado en voz baja. Nadie escuchó.
No fue un suicidio. Fue una muerte provocada. Y fue también una forma de violencia que el Estado no supo nombrar.
Un año antes, otra mujer de 33 años, madre de dos niñas, fue a denunciar a su pareja por violencia psicológica. Le dijeron que volviera con más pruebas. La trabajadora social le sugirió «no agitar las aguas». Semanas después, recibió un mensaje que la desfondó: “Si te vas, te quito a las niñas. Y haré que todos crean que tú estás loca.” Horas más tarde, se arrojó de un puente.
En ambos casos hubo un patrón: manipulación emocional, amenazas constantes, silencio institucional. Murieron como si fuera su decisión, pero lo que hubo fue una cadena de omisiones. Y eso también es violencia.
Este lunes, en la Comisión de Justicia del Congreso del Estado de Zacatecas, dimos un paso para dejar de mirar hacia otro lado. Aprobamos dos reformas al Código Penal que presenté con una convicción clara: nombrar jurídicamente lo que durante años ha sido invisibilizado. Porque lo que no se nombra no se juzga, y lo que no se juzga, se repite.
La primera reforma fortalece la figura de instigación o ayuda al suicidio, cuando se comete contra menores de edad, personas con discapacidad intelectual, o en contextos de poder, manipulación emocional o acoso digital. Porque sí: en Zacatecas, como en muchas partes de México, adolescentes están siendo orilladas a morir a través de chats, retos virales, chantajes y relaciones de poder que las asfixian.
La segunda reforma incorpora una agravante cuando una mujer se suicida tras sufrir violencia sistemática, especialmente en el ámbito de pareja o familiar. Aunque el dictamen no usa la expresión “suicidio feminicida”, recoge su esencia legal y moral: hay muertes que parecen voluntarias, pero fueron inducidas por años de desprecio, amenazas, abandono institucional y miedo.
No se trata de crear figuras retóricas, sino de corregir una omisión estructural del derecho penal. Ya lo han hecho Jalisco, Yucatán y El Salvador. La Ley Modelo Interamericana para Prevenir la Muerte Violenta de Mujeres recomienda tipificar estos casos. El Comité de la CEDAW lo ha exigido desde hace más de una década.
La respuesta institucional ha sido, hasta ahora, inaceptable. Cuando una mujer se suicida, se archiva el caso como “asunto personal”. No se investiga el entorno, no se rastrean los mensajes, no se escuchan los testimonios. Se tapa el expediente y se cierra la historia.
Pero detrás de cada silencio hay un crimen pendiente. Detrás de cada omisión, una vida que pudo haberse salvado.
“La violencia contra las mujeres también se escribe en la piel del silencio.” — Dora Barrancos
Y hay otro fondo más profundo: la salud mental es un derecho humano, consagrado en el artículo 12 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. El Comité DESC ha establecido que este derecho incluye el acceso a condiciones de bienestar psicoemocional, atención integral y protección frente a entornos que destruyen la autoestima o la estabilidad emocional. En pocas palabras: el Estado no puede seguir tratando la salud mental como una nota al pie.
¿Qué clase de libertad hay en una mente devastada por el miedo?
¿Cómo hablar de consentimiento cuando se ha vivido bajo control, humillación o amenazas constantes?
¿Cuántas niñas más deben escribir cartas de despedida para que entendamos que el suicidio no siempre es suicidio?
Legislar no es una respuesta punitiva automática. Es un acto de memoria. Es el intento de que el derecho alcance —aunque sea tarde— a las que nunca debieron morir así. Como escribió Paul Ricoeur, “la justicia es la memoria activa del sufrimiento ajeno transformada en norma de convivencia.”
Por eso ahora el reto es doble: que estas reformas se aprueben en el Pleno. Y que no se queden en letra muerta. Que las fiscalías investiguen. Que las y los jueces las comprendan. Que las escuelas las enseñen. Que los sistemas de salud las integren. Que las políticas públicas las conviertan en herramientas preventivas.
“El derecho penal moderno debe funcionar como garantía, no como venganza.” — Luigi Ferrajoli
Y como garantía, debe adaptarse, mirar lo que antes no veía, nombrar lo que antes ignoraba. Porque si el derecho no sirve para proteger a quienes no tienen voz, entonces no sirve de nada.
Legislar no es maquillar el Código: es evitar que otra adolescente piense que morir es la única salida. Es tejer con palabras una red que alcance a tiempo.
Es hablar por quienes ya no están. Y cuidar a las que aún hoy llegan a clase con miedo, con el celular en la mano y el alma hecha pedazos.