«Nadie es patria, todos lo somos.» — Jorge Luis Borges
Esta pregunta es una de las que los «negrolegendarios» —y ahora también la izquierda— buscan imponer en la conciencia del mexicano, para que este se confronte constantemente con una realidad distorsionada. Como decía Octavio Paz: quitémonos las máscaras para disfrutar lo que somos, porque somos herederos de dos grandes civilizaciones que se fusionaron en tradiciones, cultura, religiosidad, conocimiento y familias.
Algunos mencionarán que esta es la fecha impuesta por el porfiriato para conmemorar el cumpleaños del General; otros, que marca el inicio de la independencia, aunque el cura de Dolores jamás la mencionó en sus proclamas. Uno o dos dirán que fue hasta el 4 de octubre, cuando se proclama la República Mexicana inspirada en los principios de los Estados Unidos y dictada por su embajador Poinsett. Los menos afirmarán que habría que esperar hasta el 27 de septiembre, cuando los vítores en favor de Agustín de Iturbide inundaban las principales calles de la Ciudad de México, fecha en la que el Ejército Trigarante entra a la capital.
El Grito, el desfile, los fuegos artificiales… Todo un despliegue de parafernalia que nos distrae de una incómoda verdad: ¿qué celebramos realmente los mexicanos cada 15 y 16 de septiembre? ¿Una independencia que nunca fue nuestra?
Seguimos engañándonos. Nos enseñan en la escuela que un puñado de valientes sacerdotes y caudillos, movidos por el clamor popular, se levantaron en armas para liberarnos del yugo español. Una bonita historia. Una total y absoluta falacia.
La llamada Independencia de México no fue un movimiento del pueblo. No fue una lucha por la libertad, la justicia o la equidad. Fue una maniobra política, una traición orquestada por la élite criolla que se sentía relegada por las reformas borbónicas. Los españoles nacidos en América —los dueños de las tierras y las minas— vieron la oportunidad de deshacerse de la Corona y conservar sus privilegios. No querían cambiar el sistema: querían ser los dueños del sistema.
Ahí está el gran engaño. Los que murieron en la batalla, la gente humilde de los campos, lo hicieron creyendo en la promesa de un futuro mejor. Pero ¿qué pasó una vez que se firmó el Acta de Independencia? La élite criolla se apropió del poder. Los mismos que habían combatido a Hidalgo y a Morelos se convirtieron en los héroes de la nueva nación. La desigualdad, el despojo y la injusticia continuaron, solo que ahora los opresores hablaban español con acento mexicano.
Nos negamos a ver esta realidad. Preferimos la versión edulcorada de la historia, la que nos hace sentir orgullosos de un pasado que, visto de cerca, huele a traición. Celebramos a personajes que, en muchos casos, fueron más oportunistas que libertadores.
Es hora de madurar. Es hora de dejar de lado los mitos y enfrentarnos a nuestra verdadera historia. Si queremos honrar a quienes realmente pelearon por un México más justo, a los que dieron su vida por la causa, debemos reconocer que su sacrificio no se tradujo en la nación que esperaban. La Independencia, tal y como nos la han contado, es un monumento a la mentira que seguimos viviendo en un país que se niega a entender su propio pasado.
Y vuelvo a la pregunta inicial: ¿dónde está el oro que se robaron los españoles? Está en toda la trama de ciudades, puertos y caminos que conformaron el Virreinato de la Nueva España; en las calles adoquinadas, las fachadas, las iglesias y los edificios que albergaron hospitales, hospicios y gobiernos.
Deberíamos preguntarnos dónde quedó todo el esplendor que fuimos durante 300 años como una de las primeras potencias mundiales. Deberíamos preguntarnos quién nos robó la esperanza de un futuro mejor.